A mi niño interior le gusta mucho el aspecto lúdico de la escritura. Jugar a ser poeta es su juego preferido.
Le gusta mucho como rebotan algunas palabras, él las llama “palabras pelotas”. Y son palabras como: pasión, amor, amistad, simpatía, amapola, esfera.
También le generan cierto agrado los verbos de fuego: crepitar, estallar, explotar, incendiar y también los adjetivos incandescentes del tipo: luminiscente, lumínico, luminoso, solar, fosforescente, fluo.
Por otra parte, siente cierto rechazo por la oscuridad, pero le fascina la palabra noche y le atraen de un modo misterioso e irresistible las palabras como sombra, ensombrecido, negrura, negruzco, opaco, opacidad y le fascina la repugnancia de los vocablos babosos y nauseabundos: fangoso, mohoso, cenagoso, pantanoso, descomposición, cadavérico, putrefacto.
A mi niño interior le gusta mucho la infinitud de la palabra eternidad y de como las palabras ”vacío” y “existencia” están llenas de intenciones metafísicas.
Mi niño interior disfruta mucho cuando mi adulto exterior escribe con aires de erudición y utiliza expresiones rebuscadas o palabras difíciles del tipo: andrógino, trascendencia, logarítmico, filosofía nihilista, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero si hay algo que desagrada a esta criatura interna, algo que realmente lo saca de quicio y lo pone de muy mal humor, es cuando me pongo en modo pesimista y escribo como si todo estuviera perdido, cuando la escritura se vuelve lúgubre, cuando las palabras tienen olor a muerte. Entonces mi niño, mi juguetón y dulce niño, me arma un berrinche interno y se me altera el corazón y no me queda otra que darle el gusto y escribir textos como este.

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