Estamos hechos para el silencio pero nos inculcan el ruido desde que nacemos.
Crecemos en un remolino de percepciones auditivas, de turbulencia visual y nuestra mente se acostumbra al infierno de lo caótico. No alcanza con aprender esa cosa que llamamos “hablar”, ademas nos inyectan en las venas la música ruidosa del lenguaje escrito.
La prosa es estruendosa, las frases son poco cadenciosas, los verbos son escandalosos, los adjetivos desafinan.
¿Cómo alejarme, entonces, de ese universo de abundancias sonoras, de espectacularidades chirriantes y aturdimiento constante?
Quedarme callado es una opción, intentar la poesía es otra.
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