Traté de tranquilizarme. Fui hacia el sillón y me senté. El televisor estaba prendido, creo que estuvo prendido toda la noche. Y de pronto al ladito mío, la vi. Una mujer de una hermosura indescriptible. Mirándome fijamente dijo: “es hora de que me entregues tu alma, se acabó el tiempo” y sonrió con una hermosura diabólica.
En ese momento mi cuerpo se enfrió, se me congelaron los pies y comencé a temblar. Me quedé estupefacto, me costó reaccionar. Cuando pude hacerlo hice lo que cualquiera tiende a hacer cuando ve que los hechos carecen de coherencia. Inmediatamente pensé: “esto es un sueño…o lo que es peor, una de esas pesadillas de imágenes nítidas y escenas escalofriantes”. Pero no, no era un sueño ni una pesadilla. Si lo hubiera sido, el acto seguido de darse cuenta que estás soñando es el despertar aterrado y sentirse aliviado luego de percatarse que estás en tu habitación, en tu cama. Pero no. Ahí estaba ella, ahí estaba yo.
Había un zumbido en mis oídos, se oía como una melodía extraña. Y entonces ella me habló otra vez: “Todos duermen pero ya nadie sueña. Las almohadas están vacías, ya no contienen ilusiones”.
Me sentí como hechizado por su voz y como por obra de algo mágico mi cuerpo y mi mente se relajaron y entonces dije, como queriendo refutarla: “Es que nos obligan a padecer esta pesadilla llamada realidad”
Ella contestó: “el fuego está listo, solo falta que saltes hacia él”
Y entonces repliqué: “No me gusta este infierno pero creo que tu cielo contiene demasiados espejismos”
Ella sonrió y esta vez su sonrisa me pareció menos diabólica y más angelical y entonces dijo:
“Oscar, todo es un espejismo. De hecho yo no existo y vos tampoco. Esta charla, que te parece absurda, es solo un pensamiento de Dios, una idea más de las infinitas que habitan en la mente del creador de lo infinito. Soy Dios y vos también lo sos, ambos somos Dios”.
Eso es más o menos lo que recuerdo. Sé, estoy convencido de que no fue un sueño, pero no sé cómo explicarlo o cuales son mis fundamentos para afirmarlo. Cuando mi padre me encontró estaba recostado en el sillón, la tele monologaba bla bla bla, mi cuaderno de poemas, la lapicera en mi mano, un texto a medio terminar con la siguiente frase tachada: “Todos duermen pero ya nadie sueña” y un haz de luz que entraba por la ventana y recorría la distancia hasta llegar al sillón y me pegaba directo en la cara.
Mi hermana que estudia medicina (está en primer año hace dos años) dice que ese haz de luz aportó la cantidad de estrés necesaria para que se desate aquella patología, aquel ataque tan famoso que la ciencia médica llama ACV, accidente cerebro vascular. Y nada, estoy aprendiendo a caminar de nuevo.
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