En el gran teatro que es la vida, siempre tenemos varios disfraces para presentarnos ante los demás. Por alguna razón, casi siempre elegimos ese disfraz que se parece mucho a una coraza impenetrable. Quizá por el miedo que el otro nos provoca, quizá porque intuimos que el otro es agresivo y queremos estar lo mas protegido posible. Tal vez porque odiamos desnudarnos y ser nosotros.
Desnudarnos, mostrarnos tal cual somos y quedar expuestos. Creer que se demuestra debilidad al mostrar nuestros sentimientos más nobles. Nos quieren duros. Nos quieren estatuas. Nos venden la seriedad adulta y la madurez cuando queremos seguir jugando.
Disfrazarse de algo distinto a lo que realmente somos es escapar de uno mismo. Fingir para seguir teatralizando la parodia insoportable de la vida. No es un lindo plan a seguir, ni tampoco una deseosa filosofía de vida. Y sin embargo ahí estamos, listos para ponernos nuestra careta más útil y dibujar una sonrisita antinatural en nuestro rostro cansado de falacias.
Nos quieren mecánicos, rutinarios, predecibles, nos quieren automáticos y dóciles, nos quieren pacientes.
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