La cotidiana y rutinaria manera de sentirse apto para la nada.
Sentarse a leer prosa poética de Girondo, enamorarse de las palabras y los giros imprevistos del sentido de las frases.
Escuchar a Spinetta, flotar un rato, poner la pava para el mate, pensar en el pasado y estar de acuerdo con que mañana es mejor.
Tomarse todo con sosiego, con demasiado sosiego y llegar a la conclusión, luego de aburrirse del sosiego, de que es necesario arrojar una granada.
Sentir un poquito de frio y abrazar, desde la comodidad burguesa, la calidez de un calefactor.
Sentir calor en las ganas de empezar el día, despejar el corazón, dejarse de tormentas, vaciar las nubes de la mente y pensar en verde, darle espacio a la paz.
Mirarse las manos con asombro, ir al espejo y preguntarse como Sofía: ¿Quién soy? ¿De donde viene el mundo?...olvidarse al rato de esas preguntas, ejecutar -sin darse cuenta- las respuestas, ser parte de algo secreto, ser parte del misterioso plan del Yo.
Practicar toda la mañana el deporte de sentirse apto para la nada y cansarse, fastidiarse, incomodarse. Salir entonces del letargo existencial y aproximarse a la vida mas concreta: volar la calle, transitar el mundo de a pie, tropezar con rostros llenos de caras, atropellar la brisa helada con la nariz, llegar a la panadería y decir: “Hola…Me da medio kilo de pan! “
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